Caluga#26: El síndrome de Robben

El síndrome de Robben

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Cierto, sí, se interesaba mucho por los detalles, preguntaba siempre con mucho interés, y a diferencia de la mayoría, no era formalidad cuando decía: ¿Cuéntame, cómo estás? ¿Qué te pasa? ¿Qué has estado haciendo? … Yo, con un parpadeo imperceptible paraba esa pelota suavemente de pecho. Ahora casi me llega a dar risa recapitular y verme a mí mismo, recordar la cantidad de vueltas que empezaba a dar después de recibir esa pelota con tanta gracia: La bajaba, y después me daba unas vueltas dribleando –el rey del metro cuadrado–, zigzagueando, volvía, y enseguida empezaba a dominarla un buen rato alternando el pie, derecha-izquierda- izquierda-derecha, después bien arriba, para amortiguarla con la muslo-rodilla, y de nuevo, derecha-izquierda- izquierda-derecha, y ahora una media vuelta, después una vuelta entera, y luego una reverencia; anidaba la redonda en el huequito debajo de la nuca, la dejaba bambolearse ahí, y después al hombro dos-tres botes, y abajo de nuevo, derecha-izquierda, a la frente, equilibrio, de nuevo hacia arriba, y en esa bajada recién se la devolvía de taquito: “Bien. ¿Y tú? ¿Cuenta, cómo estás tú?”

Después de una temporada contemplando estas piruetas, parece que la cosa se le puso bien aburrida, porque al tiempo, cuando ya veía venir el numerito- o a más tardar después del truco donde con el torso inclinado mirando al suelo manejo el balón balanceándose en el huequito detrás del cuello- ella giraba sobre los talones y sin decir chus ni mus, se mandaba cambiar.
Yo quedaba mirándola alejarse, un poco sentido, con una mano en la cintura y la otra sosteniendo la pelota. Por eso a veces, medio picado, le hacía un saque de meta, que me salía tan bien, que de lejos veía su figura enanita y veía cómo le rebotaba la de cuero en la cabeza y podía interpretar el gesto que me hacía a la distancia con la mano, antes de mandar la pelota a la chucha, pero para otro lado.

De ahí fue que tuve que ingeniármelas e introducir cambios de táctica, y en adelante, después de la recepción de pelota, empecé a recrear jugadas de gol. La de más éxito era una donde yo arremetía con pelota dominada, de puntero derecho, y me iba en velocidad hacia el área, un poco tirado hacia el centro, para después, con un súbito enganche de derecha hacia afuera, rematar desde la esquina del área grande más o menos, de zurda, un semi-globito que se iba a clavar arriba junto al segundo palo, neutralizando a cinco-seis defensas y dejando al guardameta aleteando en un salto sin futuro hacia atrás. Golazo.

La primera temporada, el mismo gol con ligeras variaciones; después, el mismo gol calcado: Los palitroques de la defensa cucarreando, el arquero aleteando, y después varios jugadores sentados en el suelo mirando hacia el hondo fondo de la valla, estupefactos.

Hasta me cansé de meter goles así. Dos o tres temporadas, no menos.

Pero ya después, a su debido tiempo, en cuanto la agarraba de nuevo por la banda derecha, empecé a darme cuenta, a ver, cómo todos ya se la sabían, cómo los palitroques se iban poniendo más tiesos, más rápidos, más duros, y el semi-globito salía cada vez más seguido, raspando una cabeza o un hombro, al córner.

Más adelante, peor, empecé a notar cómo las defensas, sin mucho nerviosismo, hasta me dejaban tirar. Los centrales dejaban que la pelota hiciera la comba sobre el área, la dejaban irse, haciendo vista, irse sin pena ni gloria a las manos de un arquero impasible: El síndrome de Arjen Robben, que terminó su carrera en la Bundesliga tratando de meter una y otra vez, como aquel pobre Sísifo, el mismo gol, viendo eternamente al guardavallas atajar de aburrido.

Como no se me ha dado el don de la conversación y aceptando que al final de mi carrera profesional ya no es tan fácil parar y hacer maromas con la pelota loba del “¿Cómo estás? ¿Cómo te ha ido?” y asumiendo que tampoco me resulta meter siempre el mismo gol del “Bien ¿y tú?”, es que  me he decidido entrar a la casa, colgar los botines a la entrada, con sus estoperoles embarrados, y sentarme finalmente a escribirle, y preguntarle cómo está, en qué ha estado pensando, cómo le ha ido, y por sobre todo, con insistencia, dónde está.

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  • “Calugas textuales”, Caluga#26: El síndrome de Robben | 2010- © 2024 | ricardo castillo sandoval | This work is licensed under a Creative Commons License.

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