Las bellas banderas

Las bellas banderas

«…ya todo es humo, y os asombraríais
si, dentro de los escombros del incendio,
oyéranse reclamos de frescos
niños desde los establos…»

Pier Paolo Pasolini

Los sueños de la mañana:
cuando el sol ya reina
en una madurez
que conoce sólo el vendedor ambulante,
el que ha caminado ya tantas horas por las calles
con una barba de enfermo
sobre las arrugas de su pobre juventud:
cuando el sol reina
en realmes de verdor caliente, en toldos
cansados, en muchedumbres
cuyas ropas conocen obscuramente la miseria
—y centenares de tranvías han ido y venido
por los rieles de las calzadas que ciñen la ciudad,
indeciblemente perfumadas,

los sueños de las diez de la mañana
en el durmiente solitario
como un peregrino en su cubil,
un desconocido cadáver
—aparecen en lúcidos caracteres griegos
y, en la sacralidad simple de dos o tres sílabas,
plenas del blancor del sol triunfante—
adivinan una realidad
madurada en lo hondo, madura ya como el sol,
que puede dar alegría o terror.

¿Qué cosa me dice el sueño matutino?
“Con enormes y lentos oleajes de mieses azules, el mar
se abate, trabajando con furor uterino,
irreductible,
casi feliz —porque da felicidad
el constatar también el acto más atroz del destino—
resquebraja tu isla, ahora
reducida a pocos metros de tierra…”

¡Auxilio, que avanza la soledad!

No importa si sé que la he elegido, como un rey.

En el sueño y en mí un niño mudo se espanta,
clama piedad, se afana corriendo a los refugios
con una agitación

que “la virtud obliga”, pobre creatura.
Lo aterra la idea
de estar solo
como un cadáver en lo hondo de la tierra.

¡Adiós, dignidad en el sueño, aunque sea matutino!
Quien debe llorar llora,
quien debe aferrarse a las faldas de ropas ajenas
se aferra, y tira de ellas, y tira,
para que se vuelvan esas caras color de fango
y lo miren en los ojos aterrorizados
y conozcan así su tragedia
¡para que comprendan lo espantoso de su estado!

La blancura del sol, sobre todo,
como un fantasma que la historia
aprieta sobre los párpados
con el peso de mármoles barrocos o románicos…

Elegí mi soledad.
Por un proceso monstruoso
que quizás podría revelar
sólo un sueño soñado dentro de un sueño…

Mientras tanto, estoy solo,
perdido en el pasado.

(Porque el hombre sólo tiene una época en su vida).

De pronto mis amigos poetas
—que comparten como yo el fiero blancor
de los años Sesenta,
hombres y mujeres, casi todos
de mi misma edad— están allá, en el sol.

Yo siempre he carecido de ingenio
para estar junto a ellos —en la sombra de una vida
que se desenvuelve demasiado apegada
a la desidia radical de mi alma.

La vejez, luego, ha hecho
de mi madre y de mí
dos máscaras
que, por lo demás, nada han perdido
de la ternura matutina
—la antigua representación
se repite
en la autenticidad
que sólo soñando dentro de un sueño
tal vez podría llamar por su nombre.

Todo el mundo es mi cuerpo insepulto.
Atolón desmenuzado
por los golpes de las mieses azules del mar.

¿Qué hacer en la vigilia sino tener dignidad?
Tal vez ha llegado la hora del
exilio: la hora en que un antiguo habría dado realidad
a la realidad
y la soledad madurada a su alrededor
habría tenido la forma de la soledad.

En cambio yo —como en el sueño—
porfío haciéndome ilusiones, penosas,
de lombriz paralizada por fuerzas incomprensibles:
“¡pero no! ¡Pero no! ¡Es sólo un sueño!
¡Afuera está
la realidad, en el sol triunfante,
en las calzadas y los cafés vacíos,
en la afonía suprema de las diez de la mañana,
un día igual a todos los días, con su cruz!”

Mi amigo del mentón pontificio,
mi amigo con ojos cafecitos…
mis queridos amigos del Norte,
aliados por afinidades electivas, dulces como la vida
—están allá, en el sol.

Elsa también, con su rubio dolor;
ella —corcel herido, derribado,
sangrante— allá está.

Y mi madre junto a mí…
pero allende todo límite de tiempo:
somos dos sobrevivientes en uno.
Los suspiros de ella, acá, en la cocina,
sus malestares en cada sombra de noticia degradante,
en toda sospecha de que vuelva a desatarse
el odio de la pandilla de rapaces que se mofan
bajo mi cuarto de agonizante
—no son sino la naturaleza de mi soledad.

Como una mujer acompañando al rey en la hoguera
o sepultada con él
en una tumba que se va, como una barquilla
hacia los milenios, la fe de los años Cincuenta
aquí está, conmigo, un poco más allá de los límites del
tiempo,
también desmoronándose
ante la paciencia furibunda de las azules mieses del mar.

Y…
mis amores de pura sensualidad
repetidos en los valles sagrados de la libídine
sádica, masoquista; los pantalones
con su alforja tibia
donde está señalado el destino de un hombre
—son actos que cumplo solamente
en el mar fastuosamente revuelto.

Despacio, despacio, los millares de gestos sacros,
la mano sobre la hinchazón tibia,
los besos, cada vez a una boca distinta,
siempre más virginal,
siempre más cercana al encanto de la especie,
a la norma que hace de los hijos tiernos padres,
despacio, despacio
han venido convirtiéndose en monumentos de piedra
que por millares se agolpan en mi soledad.

Esperan
que una nueva oleada de racionalidad,
o un sueño soñado en un sueño, allí hable.
Vuelvo a despertarme
una vez más:
y me visto, voy a la mesa de trabajo.
La luz del sol sigue madurando,
lejos andan los vendedores ambulantes;
sigue agriándose la tibieza del verdor en los mercados
del mundo,
por las calzadas de indecible perfume,
en las orillas de los mares, al pie de los volcanes.
Todo mundo está en el trabajo, en su época futura.

Pero aquel algo “blanco”
que en letras griegas
me presentó el sueño conocedor, irrevocable
sigue encima de mí —vestido,
en la mesa de trabajo.
Mármol, cera o cal
en los párpados, en los ángulos de los ojos:
el blancor del sol en el sueño, gozosamente
románico, perdidamente barroco.

De ese blancor fue el sol verdadero,
de ese blancor fueron los muros de las fábricas,
de ese blancor
fue el mismo polvo (en las tardes secas, cuando
el día anterior lloviznó un poco),
de ese blancor fueron los harapos de lana,
las chaquetitas pardas y los pantalones deshilachados
de los obreros
que hubieran podido ser aún camaradas:
de ese blancor
fue el bochorno de la nueva primavera,
oprimida por el recuerdo de otras primaveras
sepultadas por siglos
en esos mismos pueblos y suburbios
—y listas ¡oh Dios!
listas para renacer
en esas tapias, en esos caminos.

En esas tapias, en esos caminos,
impregnados de extraño perfume,
en la tibieza donde florecían, rojos,
manzanos y cerezos: y su color rojo
era obscuro, como hundido
en un aire de caliente temporal,
un rojo casi marrón, cerezas como ciruelas,
manzanas como prunas, atisbando
entre las brunas, intensas
tramas del follaje calmo, como si la primavera
no tuviera prisa
y gozara en esa tibieza en que alentaba el mundo,
ardiendo, en la vieja esperanza, por una esperanza
nueva.

Y, por encima de todo, el flamear,
el humilde y perezoso flamear
de las banderas rojas. ¡Dios, las hermosas banderas
de los años Cuarenta!
¡Flameando una sobre, otra, en una multitud
de telas pobres, empurpuradas de un rojo verdadero
transparentando la brillante miseria
de los harapos de seda, de los bordados de las familias
obreras
—y con el fuego de las cerezas, de las manzanas,
violáceo
por la humedad, sanguíneo por un poco de sol que lo
hería,
ardiente rojo aglomerado y tembloroso
en la heroica ternura de una estación inmortal!

Pier Paolo Pasolini

De: «Poesía en forma de rosa» – 1962

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