Naves

Naves

“A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones: aquí están los que bebían las dulces aguas del famoso Janto; los montuosos que pisan los masílicos campos; los que criban el finísimo y menudo oro en la felice Arabia[…]”

Don Quijote, Cap. XVIII

experimento in style of: Rad Bradbury

Q. se levantó, y avanzó pausadamente hacia el triángulo del umbral, observó un momento el pardo cielo, reconociendo que dos de las lunas del amanecer ya eran visibles sobre la línea del horizonte, sobre ese mar muerto: Fobos, la más pequeña, de reflejos azulados, y Penas, la mayor, con sus matices violeta. Luego, acercándose al ventanal, Q. observó atentamente el cielo de piedra, los nubarrones que se iban amontonando como montañas de roca en diferentes puntos. Luego, deslizó sus dedos sobre el cristal haciendo un gesto breve, e instantáneamente un siseo anunció la materialización en el exterior, de una superficie que parecía flotar sobre una nube de gas. Enseguida el cristal se separó en dos placas diagonales que se deslizaron hacia las esquinas del marco, y Q. salió de la habitación, para observar más detalladamente el panorama. El aire estaba quieto, era aún muy temprano en la mañana, y la calidez de la atmósfera sorprendió un poco a Q., que había salido con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando encontrarse con el fresco de la madrugada. Ni una brizna de aire levantó ni uno solo de sus cabellos.

Sobre la línea brumosa que separaba los grises del cielo de los de la tierra, comenzaba a redondearse la silueta de Calma, la tercera luna del amanecer, y Q. se detuvo un momento a observar sus contornos rosáceos. Continuando el escrutinio de la lejanía, se tanteó el bolsillo y sin sacar el pequeño instrumento que su mano reconoció, lo pulsó delicadamente: una honda aspiración, y una parte del humo del holograma que lo envolvió inmediatamente en vaporosas y azules transparencias, se metió por su nariz. Q. saboreó la sensación. Después se dirigió hacia los ventanales. Ante su proximidad, en el interior, luces se encendieron suavemente, formando cristalinos pilares: Nadie. Sólo las bruñidas superficies de piedra del amplio salón, los discretos paneles de control doméstico y sus diminutas luces pulsantes. ‘Demasiado el tiempo obligado a pasar conmigo mismo’ –monologó Q. paseando cadenciosamente por encima de la tersa superficie del balcón, que iba anticipando sus pasos y extendiéndose alrededor de los cristales externos de la torre hexagonal. –‘Son demasiadas emociones vividas en completo silencio. Todo está seco, pero nada está seco en mí, y me rebalso de memoria cada día sin testigos.’

Science fiction horizon| Illustration
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‘N. estará aún dormida’, –se dijo, con resignación.– ‘Cuando todo lo que tienes duerme en tanto tú permaneces insomne, estás más solo’ –continuó, razonando como un niño. Acto seguido comenzó a sumar en su cabeza, las horas que aún conviviendo con alguien había consumido en madrugadas y desayunos en solitario: años. –’¿Para qué vivir con alguien’ –pensó– ‘si no hay mañanas luminosas que compartir, joyas de rocío sobre las hojas que admirar, alegres preparaciones que hacer, la bella comunidad de las primeras horas del día?’ Inevitablemente tuvo que pensar en R: R. sí estaba siempre, incluso en malos días. Se aplicaba sin teatro sobre las sienes, aquel polvo magnético que liberaba en unos segundos de los excesos nocturnos, sólo para estar con él en el desayuno, para sonreírle en la alborada. ‘R. la constante, la que más tiempo se resistió a odiarme… pienso en tí, mi vida’ –tarearó suavemente. Luego se sonrió a sí mismo y el reflejo del ventanal, le devolvió su rostro rodeado del humo virtual y los vestigios de una sonrisa. Todavía mirándose, vio desaparecer en su rostro toda jovialidad, y la sensación se hizo palabra: –‘eso fue en la tierra’.

Entonces Q. volvió su vista nuevamente al gris-rosado que se pintaba sobre las alejadas cimas. Se fijó en la tercera luna que redondeaba ya completa. Una bandada de ruidosos loros pasó velozmente a su altura, eludiendo diestramente la colisión y dejando el ruido seco de su raudo aleteo flotando por un instante en el aire. Q. siguió las siluetas de las aves ennegrecidas sobre la gris aurora. Cuando la última ya hubo desaparecido, Q. vió los pequeños reflejos blancos a la izquierda sobre la uña de la luna cuarta, Deimos.
El siseo del ventanal detrás suyo lo hizo volverse. Vio a N. a medio vestir, saliendo hacia el balcón.

–‘Buenos días’ –dijo, con voz de malos días– ¿querido, te despertó también ese zumbido? –preguntó, acercándose.

–‘Esta mañana la viviremos juntos, querida’ –dijo Q., ausentemente, sin intención de contestar la pregunta. Se volvió de nuevo hacia el punto lejano, y pulsó el aparato en su bolsillo nuevamente. El holograma de humo azul envolvió a la pareja. N. se abanicó la cara brevemente con la mano y dirigió la vista también hacia el punto que observaba Q.

–‘Qué coqueta se me hace la palabra ‘nave’’ —dijo Q., sin mirar a su mujer. Se puede decir ‘ella navegaba alegre’, o ‘ella viene engalanada’ o ‘ella tiene tantos o cuantos metros de eslora’ … ‘¿No te suena raro?’ –preguntó después, como dirigiéndose al aire.

N. lo miró extrañada sin pronunciar palabra.

–Raro… quizás no raro, sino … es como si hubiera una incongruencia escondida, me da la impresión –prosiguió Q.– ‘¿Se puede hablar así de una nave yara? … si parecen dragones, de tan lejos ya se echa de ver. ¡Las naves de los yara no son ellas … son dragones, dragones implacables!’ —dijo, tosiendo una risa, para callar súbitamente– ‘Bueno, ¡qué se yo!, ¡quién sabe!’ —concluyó, sin decirlo. Sus labios descoloridos temblaban.

N. lo mira fijamente, abriendo la boca como en un grito ralentizado y en mudo. Luego mira al horizonte, a la izquierda de la cuarta, las ve claramente, tan crueles como esbeltas, con sus reflejos metálicos, con sus nefastas fajas negras y rojas, en perfecta formación.

Caluga#68: “Naves” en Calugas textuales.

  • “Calugas textuales”, Caluga#68: Naves | 2010- © 2024 | ricardo castillo sandoval | This work is licensed under a Creative Commons License.

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