Me tocó ver el partido Chile-Bolivia1 en la casa de un amigo boliviano. Empezaba bastante tarde, yo llegué un poco antes y esperando el pitazo inicial le fuimos dando a una botella de vino chileno que calzaba bien para la gran ocasión.
Llegada la hora señalada nos dirigimos al comedor. Allí, espartanamente colocadas una al lado de la otra, había dos sillas a cierta distancia frente a la mesa, donde descansaba una simple computadora portátil que recibía la transmisión por internet.
En medio de la noche lluviosa, sobre ése altar mínimo de la convivencia deportiva comenzaba la brega frente a estas dos momias sentadas con la turbia vista fijada a la pequeña pantalla.
Después de unos minutos de brindis y buenos deseos mutuos, que no alcanzaron a ser muchos, Evo-Man se fue quedando cada vez más silencioso. Con cada golpe en el palo y después con cada gol chileno, le fue costando cada vez más mantenerse derecho en la silla.
Ya en el segundo tiempo, yo lo miraba de reojo, sorbiendo de vez en cuando mi vaso de tinto. Era como si los pelotazos y el vino chilenos lo estuvieran dejando cada vez más aturdido, un tambaleo a la derecha, después a la izquierda, entremedio un saltito. El tercer gol, ya fue el último pase mesmérico, de un momento a otro, miro de nuevo y ahí estaba ya, dormido sentado.
En la penumbra de la madrugada y de la pequeña pantalla, un poco de medio lado, lo percibía yo caído en ése sueño, y en un momento de sobresalto hasta me pareció verlo de improviso llevando el atuendo de aquellos niños-momia del cerro de Llullaillaco, durmiendo un sueño antiguo desde lo más profundo del cajón serrano.
El cuarto gol chileno, lo recibí en reverente silencio, sin querer interrumpir aquella paz milenaria de mi amigo.
Cuando vino el quinto gol, quise gritar “¡Gol de Bolivia!!”2, pero yo sé que hay fibras en el corazón humano que ni los más insensatos se atreven a tocar.
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