Cómo comencé a escribir

Gabriel García Márquez

Cómo comencé a escribir

Gabriel García Márquez
Discurso en el Ateneo de Caracas, Venezuela, 3 de mayo de 1970.

Primero que todo, perdónenme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de veinte a treinta personas, no delante de doscientos amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como ésta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.

A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad ‐dijo‐ es que no hay jóvenes que escriban.

A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, nomás por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido. Esta vez sí que me enfermé y me dije: “¡En qué lío me he metido! ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?”.

Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir. Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tengo terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad, que pasé diecinueve años pensándola), cuando la tengo terminada, repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho; la idea que le da vueltas.

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuándo, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de diecisiete y una hija menor de catorce. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: “No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.

Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez

Ellos se ríen de ella, dicen que ésos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Paga un peso y le pregunta: “¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla?“. Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”. Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “Véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”.

Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos; mire, mejor déme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor.” Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo ‐dice uno‐, nunca a esta hora ha hecho tanto calor.” “Sí, pero no tanto calor como ahora.” Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

“Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.” “Sí, pero nunca a esta hora.” Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho ‐grita uno‐, yo me voy.” Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: “Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.

Nadie

Nadie

Nicanor Parra

No se puede dormir
alguien anda moviendo las cortinas.
Me levanto.
No hay nadie.
Probablemente rayos de luna.

Mañana hay que levantarse temprano
y no se puede conciliar el sueño:
parece que alguien golpeara la puerta.

Me levanto de nuevo
abro de par en par:
el aire me da de lleno en la cara
pero la calle está completamente vacía.

Sólo se ven las hileras de álamos
 que
   se
    mueven
        al
         ritmo
           del
            viento.

Ahora sí que hay que dormir.
Sorbo la última gota de vino
que todavía reluce en la copa
acomodo las sábanas
y doy una última mirada al reloj
pero oigo sollozos de mujer
abandonada por delitos de amor
en el momento de cerrar los ojos.

Esta vez no me voy a levantar
estoy exhausto de tanto sollozo.

Ahora cesan todos los ruidos
sólo se oyen las olas del mar
como si fueran los pasos de alguien
que se acerca a nuestra choza desmantelada
 y
  no
    termina
      nunca
         de
          llegar.

*Poema de Nicanor Parra, extraído del libro “Canciones rusas”, de 1967.

Epiglama oliengtaleh

lodligo lila

Epiglama oliengtaleh

Rodrigo Lira

“Tlawa hito leido fuelo de ploglama por Lodligo Lila, alugno de wa wachiyelato en lin wuística, sede oliengte, en el salóng de alktoh de la ehcuela de ingenelía el vieineh shiete del shiele del shetenta y ocho en un alcto olganishado pol la lama litelalia de la acu

epiglama plimelo

“El dinelo: ¿Eh la lecong pencha de la viltú?” o
“La pelchevelanchia: ¿tlae we na foltuna” (como
dishe el I ching a cada lato)?El ploblema
de la ploblecha
paleshe no tenel aleglo;
pelo, kaleshieng do de molal…
no ha de faltal
lo matelial

lodligo lila
lodligo lila

el otlo epiglama:

She pohtula que la acu puntula cula la engfelmedá.
la lokula, la neuloshi, la sholedá, el shuflimiengto
y el dolol -ke a ehta al tula del paltido leshultan
leshelah in chopol table, polke ni fu man do mali wana
podlía lo uni vel shi talio de I kielda ek pelimental
tlan ki li da i felishidá- de manela que tenel
que integlalshe lá pida mente a un tayel de cual quiel
lama del alte o del queachel al tihtico cultulal, o
folmal uno konh loh komg pañeloh de culso o de luta.

flache de pohtle:
La patlia etal plimelo”

Inventory

inventario

Inventory

by Günter Eich

This is my cap,
this is my coat,
here is my shaving set
in a linen bag.

A tin can:
my plate, my cup,
in the metal
I have scratched my name.

Scratched it with this
precious nail,
which I hide
from greedy eyes.

In my haversack are
a pair of woolen socks
and some things I don’t
tell anyone about,

it serves as a pillow
at night for my head.
The cardboard lies here
between me and the earth.

The pencil lead
I love the most:
by day it writes verses for me
that I have thought up by night.

This is my notebook,
this is my canvas,
this is my towel,
this is my thread.


From The Faber Book of 20th-Century German Poems, edited by Michael Hofmann.

Source: Inventory (II) – Mapping the Marvellous

‘A 200-year-old secret’: plaque to mark Bath’s hidden role in Frankenstein | Books | The Guardian

Sheila Hannon takes visitors to Bath on a Mary Shelley walk through the city.

In December 1816, a teenager wrote to her lover from a lodging house in Bath that she had finished the fourth chapter of her book, “a very long one and I think you would like it”.

This year marks the bicentenary of the publication of that book, Frankenstein – famous in its day and ever since, interpreted in art, film, comics, ballet and music. The almost forgotten link between its creation and the city of Bath will be marked for the first time by a plaque to be unveiled on Tuesday.

Mary Godwin – child of the feminist Mary Wollstonecraft, who died 10 days after her daughter’s birth, and the radical writer and campaigner William Godwin – wrote much of the book during months living in Bath while her life was scarred by traumatic events >>

Source: ‘A 200-year-old secret’: plaque to mark Bath’s hidden role in Frankenstein | Books | The Guardian